México, 11 de Jun (Notimex).- Cerca del Metro Pino Suárez, hay una pequeña zona de antros que parecieran improvisados, de los que casi nadie habla, donde cada fin de semana se divierten y refrescan su sed cervecera gente de pueblos cercanos que llegó a trabajar a la capital del país.
En su hablar se escuchan acentos de regiones rurales de los estados de Oaxaca, Veracruz, Hidalgo, Estado de México, Puebla y otros, además de esta ciudad capital que da cabida a la gente de distintos pueblos, donde confluyen descendientes y originarios de la raza de bronce.
De acuerdo con estudios de la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México, en la capital hay casi un millón de personas que se reconocen como indígenas, que principalmente hablan náhuatl, mixteco, otomí, zapoteco, mazateco, mazahua y mixe.
A medida que pasa el tiempo, los grupos que llegaron a la capital van perdiendo sus tradiciones ante la discriminación que sufren y, asimilan, a su modo, nuevas costumbres en su objetivo de buscar un mejor nivel de vida en el “sueño” capitalino.
En el paso a desnivel de Tlalpan, los vehículos pasan rápido por la avenida Chapultepec, y en la banqueta van en grupos o parejas entre la chanza y la risa.
Varios usan cortes de cabello rasurado a máquina, corto desordenado, corto con degradado, al uso actual, pantalones de mezclilla ajustados, oscuros, deslavados. Camisas abiertas a mitad de pecho, playeras con imágenes de superhéroes y sudaderas de gorro.
A la salida del Metro, Isabel camina sola por la calle en esa noche, después de salir de su trabajo en el servicio de limpia en una empresa de aparatos eléctricos. Llegó a su casa, venció el sueño que le provocó la jornada del día y decidió salir.
Este sábado se ha puesto un pantalón blanco y blusa azul con bordado rojo en el cuello. Lleva zapatos cómodos para bailar toda la noche en el antro, pensando en que ojalá esté Gregorio, para un posible regreso.
En la orilla del sentido de los vehículos rumbo al Aeropuerto, se dan una suerte de fondas que venden alimentos y caguamas, otros venden bebidas y música, pero adelante está en el que encuentran bebidas y música para bailar.
El lugar de baile es una especie de bodegón de 20 por 35 el más espacioso, que en sus paredes queda lo que fue pintura blanca. No hay anuncios del nombre del lugar y por la calle las cortinas negras representan los accesos, donde dos personas invitan a pasar a los transeúntes.
Pasos adentro, recibes el impacto del olor de sudores humanos que escurren mezcladas con la amarga cebada y, en ocasiones, del activo, ese fuerte olor a pegamento. Las luces en tiras resaltan entre la penumbra y no llegan al piso, que está todo mojado por el derrame de cerveza.
A Lupe no le tocó hacer quesadillas en la fonda y sus primas la llevaron a bailar, pero ella está sentada, con su vaso casi lleno y mira hacia la pista los diferentes pasos. Tiene 21 años en la capital, pero aún tiene acento de alguna región oaxaqueña.
Ve los diferentes estilos, con ritmo y sin ritmo, cuando tocan las cumbias, salsas, banda y, de todos calibres cuando escuchan el reguetón, desde roses sensuales hasta los arrimones de un perreo consentido. El rock es otra cosa, a todos los hace brincar.
En las orillas del salón, donde se disponen dos columnas de mesas por cada lado, los espacios se reducen, la bebida anima, embriaga y a algunos los perturba, los roces y empujones suceden.
En los pasillos reclaman, discuten y surgen los golpes, puñetazos al rostro, en la nariz que sangra. Los meseros, macheteros y vigilantes, todo en uno, acuden por el agresor, le aplican sujeción de brazo al cuello y lo sacan en vilo.
Jacinto terminó su semana como ayudante de albañil, chalán pues que cargó botes con arena, hizo la mezcla con cemento, resbaló al pie de la escalera, sufrió las carcajadas de sus compañeros de la cuchara y de las cucharadas y sólo sacó un raspón en el codo, que no le impidió ir al baile.
Con destreza, Chinto enlaza los brazos con los de Carmen, dan giros certeros y regresan al punto de origen. En la pista atestada ven los golpes que le propina un sujeto drogado a otro comensal, quien pierde el equilibrio y cae al piso. La mujer lo salva de una golpiza mayor, encara al cementero, que la ve decidida, y se va. Todos vuelven a dar sus mejores pasos de baile.
El animado DJ los llama a seguir bebiendo caguamas y le grita a todos los que le van al América, al Cruz Azul, a los Pumas. El público ovaciona o chifla con sonoras mentadas. Felicita a todos los que hacen el amor sin compromisos y les dedica el siguiente reggaetón.
A Lupe la llevaron a la pista en tres ocasiones y confirmó que no sabía de esos pasos modernos, contrario a sus primas que no pararon hasta que decidieron la retirada, temprano, a la una de la mañana, dejando a su pareja de baile durmiendo la borrachera sobre la mesa, a quien más tarde alguien le sacaría la cartera.
Rosi conoció a un tipo que apenas se movía en pasos regulares de salsa, pero le gustó, y aunque su expareja la llevó a la pista y trató de seguir la fiesta con ella, mejor regresó con su nuevo conocido que, por lo menos, no tomaba como Gregorio.
La música siguió hasta las seis de la mañana, entre borrachos solitarios, travestis realizados, mirones de palo, mujeres que bailan por diversión y quienes lo hacen por dinero, además de los perdidos en la zona libre de Pino Suárez al ritmo de banda zapateada.
Y aunque ellos encontraron su nicho para dar rienda suelta a su diversión, lo cierto es que los habitantes en CdMx de las comunidades indígenas, son de los grupos más discriminados, por arriba de las personas con VIH, discapacitados y en situación de calle, según el Consejo para Prevenir y Eliminar la Discriminación de la Ciudad de México (COPRED).
Zona Pino Suárez. Antros pa´ la raza
11
de Junio
de
2019
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