Estoy en casa, sin asomar la nariz a la calle desde hace varios días, como millones de personas en casi todo el planeta. Como topos en verano, nos hemos refugiado en las madrigueras, a regañadientes, a disgusto, con miedo y con azoro.
¿Quién lo diría? Un microscópico bicho (que ni alcanza la categoría de bicho porque no tiene vida propia) tiene al mundo en un impase, tan sorpresivo como impactante.
Si fuera el eje de una novela lo hubiera borrado por absurdo. Y, sin embargo, aquí estamos siendo personajes de la novela más absurda e inverosímil que se nos hubiese ocurrido.
¿O alguien pensó ver las calles de Nueva York vacías? ¿Alguien imaginó ver caminar al Papa en plena Plaza de San Pedro y ofrecer misa ante… nadie? ¿A alguien se le ocurrió que miles de personas estarían en casa, sin poder salir, en todo el mundo?, ¿qué estarían en duelo en todo el planeta?
De pronto entendimos lo que “global” significa; lo que interconexión implica. Sin mucho trámite, China nos quedó enfrente y España e Italia se volvieron nuestros vecinos.
Y el presente se volvió extraño. Y el futuro, ese que nos han dicho que no existe, pero por el que vamos detrás a cada instante, en verdad se esfuma. ¿Qué planes tenía para un día como hoy? ¿Qué programé para el próximo mes?
Las certezas han salido por la ventana. La incertidumbre se sienta a sus anchas, y hemos de esforzarnos por sacar a sus invitados: el miedo y la angustia.
Mire, yo no me muevo bien en la incertidumbre. La aventura nunca ha sido para mí. Salir de viaje, por ejemplo, me implica planeación: a dónde iré, cuándo, cuánto tiempo en un sitio, cuánto en otro, dónde me gustaría comer, qué o a quién visitaré… ¡Y eso es cuando se trata de un viaje por placer! Ni le cuento si se trata de un viaje de trabajo.
Pero aquí estoy, en este “viaje” no planeado, en el que la agencia se llama incertidumbre y el guía se apellida “todo cambia”. Y lo primero que me recuerda al indicarme que tome asiento es que la vida es así. Sólo que lo olvido a menudo.
Desde mi lugar puedo apreciar varios aspectos del panorama. Algunos me preocupan. De otros sé que deberé o querré ocuparme. Pero hasta ahora lo que más he hecho es agradecer. Agradecer por lo que suelo estar agradecida, pero también por lo que había dado por sentado. Agradecer lo que sé y lo que aprendo. Agradecer lo que soy y lo que vivo.
No minimizo lo que pasa. Me doy cuenta de lo que incluso no alcanzo a comprender del todo, como las implicaciones económicas. Sin embargo, aprecio que esta “sacudida” nos obliga a reacomodar equipaje, a reordenar prioridades, a redefinir ruta, a reinventarnos.
Y como la mujer de certezas que soy, busco las mías, y las hago mis faros.
Sé que este brusco viraje no ofrece garantías, pero abre oportunidades. Sé que se ponen a prueba nuestras fortalezas y que afinaremos otras. Sé que para cambiar algo afuera, primero tenemos que cambiar algo adentro. Y sé que, como dice un viejo cuento Sufi, “esto también pasará”.
Deseo que cuando esto pase seamos mejores personas, mejores sociedades, y nos empeñemos en construir un mejor mundo. Sólo así habrá valido la pena.