A mis 17 años tuve mi primer acercamiento al feminismo, cuando entré a trabajar en un espacio autónomo que se iba construyendo como el punto de encuentro de diversas luchas sociales en la Ciudad de México. Yo entendía muy poco de todo lo que allí se discutía pero me causaba mucho interés ver a tantas personas que se reunían para organizar sus formas de resistir a un contexto político que, de manera cada vez más voraz, parecía querer eliminar a quienes buscaban un mundo más justo.
En ese lugar, con mi tía Eva (una luchadora sindical a la que admiro profundamente) y con Raquel (solo diré de ella que es todo lo que representa la palabra “Pachakuti”), fue que escuché y viví por primera vez el feminismo. Antes de eso me había sentido incómoda en varias ocasiones con muchas de las cosas que, por el hecho de ser mujer, me pasaban, pero hasta entonces empezaba a entender de dónde venía esa sensación de malestar y el sentimiento de no pertenecer.
Empecé a sentirme cada vez más incómoda con la forma en la que era tratada por ser mujer, cada vez más molesta, en el taxi, en la escuela, en mi familia y con mis amigos. Con el tiempo, cuando me sentí más segura de hablar de este malestar y cuando empecé a reclamar el lugar que yo quería desde mi identidad, me volví molesta para muchas personas a mi alrededor, empecé a incomodar. También empecé a cuestionar cada vez más mi relación con otras mujeres, empecé a crear redes con otras y a sentir una profunda complicidad que me permitía sobrellevar la incomodidad de ser mujer en un sistema patriarcal.
Creo que pocas veces podemos dimensionar el impacto que nuestra presencia como feministas puede tener en nuestros espacios más cercanos, sobre todo con las mujeres a nuestro alrededor. Tanto queremos ver los cambios a nivel macro que dejamos de notar cómo nuestro andar junto con el de otras se transforma y eso es tan especial, tan importante y profundamente político. No sé si Eva y Raquel lo notaron, pero convivir con ellas desde lo más cotidiano como compartir el desayuno, verlas planear, hablar, gritar y llorar, me cambió la forma de vibrar. Nunca más volvió a ser igual mi estar en el mundo.
A ellas siempre quise contarles que representan un hito en mi vida, que nunca más volví a la aparente tranquilidad de quien prefiere cerrar los ojos a las injusticias; que nunca quiero dejar esta continua sensación de querer desordenarme y desordenar lo que hay a mi alrededor. Que gracias a ellas conozco la fuerza de los espacios y del amor entre mujeres y que esto ha sido lo más especial en mi vida.
Hasta ahora no logro encontrar la forma de agradecer por todo lo que soy a todas las mujeres que me orientaron y acompañaron en este proceso, que nunca termina, de la deconstrucción feminista. A Eva, a Raquel, a Teresa, a Perla, a Las Enredadas, a mi mamá a Tania, a Anaid… Y pienso ¿les importará a esas mujeres saber que, aunque a veces sientan que nunca va a cambiar este mundo, ellas impulsaron y siguen motivando grandes cambios en muchas mujeres?
¿Ustedes alguna vez le han dicho a su “iniciadora feminista” lo importante que fue para ustedes conocerla? ¿A quién le agradecerían por todo lo que el feminismo les movió? ¿Cómo fue? Si pudiéramos ir rastreando esos nodos, quizá nos daríamos cuenta de la red tan grande e interconectada de la que somos parte y quizá no necesitaríamos nunca más preguntarnos si todo esto vale la pena, porque sabríamos que ha valido toda la rabia y la alegría de construir amistades y amores políticos, libres y feministas. (Dirce Navarrete Pérez).
*Dirce Navarrete Pérez es politóloga feminista @agateofobia_