A pesar de que tenemos una Ley General de Víctimas, cuando hablamos de los derechos de estas personas nos cuesta entender que cualquiera puede ayudar y apoyar a las víctimas de los delitos. Eso se debe, en gran parte, a que cuando hablamos de ellas pocas veces conocemos sus rostros.
No nos atrevemos a mirar, a buscar, a leer y a saber los detalles de la violencia que viven las víctimas de trata, de explotación, de abuso sexual, de secuestros y de violencia familiar.
En el caso de “Mamá Rosa”, la sociedad se enteró de lo sucedido. En los medios se escribió acerca del tinte político que hubo detrás de este albergue. Hay algunas entrevistas en las que se dice lo que las niñas, algunas hoy mujeres adultas, vivieron en este lugar que parece digno de una pesadilla.
Para la mayoría de esas personas, la condición de víctima existe, pero ha sido difícil que la sociedad responda y pueda comprenderlas. Quizá nos hace falta estar frente a una persona que vivió el infierno para notar el efecto en la salud al subsistir bajo ciertas condiciones.
Basta mirar las fotografías de las y los jóvenes que salieron del albergue para observar su bajo peso, su talla pequeña, sus rostros en los que sobresalen los huesos, pero en segundo lugar y aún más dramático, mirar la tristeza y el dolor que se esconden.
Son personas que fueron abandonadas, niñas y niños que alguien no quiso a su lado, a eso se suma la indiferencia total de un país en el que a diario desaparecen miles de personas.
¿De qué otra forma pueden desaparecer 600 personas, niñas y niños, sin que ninguna autoridad, ningún sistema DIF, ninguna Procuraduría de la Defensa del Menor, ningún familiar reclamara?
Y cuando reclamaron por algunas de las mujeres y hombres, la respuesta fue pedir dinero para devolver a cualquiera de ellas. En promedio se pedía entre 35 mil y 45 mil pesos para permitir que alguien recuperara a alguna o algún joven recluido.
La baja talla no es la única condición con la que salen ahora las mujeres y hombres que ahí estaban, ahí está también, y a flor de piel su condición de víctimas por haber vivido aisladas y encerradas, abandonadas, olvidadas por el mundo para estar sujetas a abusos de todo tipo, no sólo las privaciones de alimento, sino de los más elementales cariños, y no se hable de las muestras de afecto que toda niña o niño requiere.
Imagina por una vez estar ahí bajo esas condiciones, después de ser abandonada o abandonado, vulnerable y olvidada por la sociedad; ahora 600 personas han salido y tienen con su mayoría de edad el reto de salir adelante, de aprender a valerse por sí mismos y no sólo en lo económico, sino también en la confianza y la autoprotección con la que somos educadas en la familia para afrontar la vida.
La primera pregunta que pasa por mi cabeza es: ¿Cómo le hacen para volver a confiar? Me admira la fortaleza humana, la enorme capacidad de resiliencia que demuestran las mujeres y hombres que pasaron ahí casi toda su vida, a donde llegaron siendo niños y que después de vivir como pájaros en cautiverio, ahora se les abre la reja y tienen alas, pero ¿cuántos y cómo podrán usarlas?
El daño y el efecto de haber vivido ese episodio en el albergue es algo que arrastrarán el resto de sus vidas, y con ayuda podrán aprender a sobrellevarlos de la mejor forma para confiar y tener una vida plena.
¿Cómo podrán reintegrarse a sus familias si fueron abandonados? ¿Cómo puede la humanidad resistir episodios de esclavitud y encierro, de opresión, maltrato, de castigo, de sometimiento y vulneración?
¿Cómo puede una persona sobreponerse al infierno, salir de él y poder vivir como cántaros que han sido rotos, recuperando, reconstruyendo, pegando sus partes y llevarlas consigo y así afrontar la vida?