Cimacnoticias | Campeche, 18 Sep 14.- El mismo sistema que oprime a las mujeres discriminándolas, negándoles el acceso a los espacios públicos, a la educación, a la propiedad de la tierra, al ejercicio pleno de sus Derechos Humanos, es el mismo sistema que oprime y controla a los obreros, los débiles, los conquistados, los subyugados/feminizados, los que no entran en el parámetro del hombre fuerte, judeocristiano y blanco, el exitoso y controlador, el propietario.
Así el mundo se divide en un círculo primero de quienes ejercen el poder, y por fuera en la periferia reside todo lo femenino, lo débil, lo no europeo, lo moreno-negro, lo no canónico, lo débil y al mismo tiempo las y los explotados por ese sistema que ha buscado perpetuarse no sólo mediante lo económico y político, sino en una compleja estructura de violencia, control y ejercicio del poder desde la única forma que conoce: vertical, descendente, hegemónica, patriarcal y bajo discursos construidos desde su propio lenguaje en los actos y en la palabra.
Así, por un lado tenemos una sociedad en la que las mujeres dentro de la esfera del poder tienen que recurrir a esquemas y ejercicio del poder construidas desde el patriarcado mismo, llamada la “masculinización del poder”.
Las mujeres cuando llegan a ocupar cargos directivos, gubernaturas, liderazgos dentro de organizaciones sociales, lo único que hacen es reproducir lo hasta ahora aprendido, una forma de ejercer el poder desde el patriarcado.
El sistema de control y de poder oprime indistintamente, pero son las mujeres, las niñas y en sus intersecciones de condiciones de vulnerabilidad lo que las ubica en situación de desventaja, tales como el color de la piel, el lugar donde nacen, su lengua, su religión, su orientación sexual y hasta sus características físicas (discapacidad, talla, estatura, edad) de tal forma que una mujer indígena, pobre, de más de 35 años, de talla gruesa y con alguna discapacidad tendrá por delante todo un sistema de control y de poder que la ubica en los bordes de la periferia.
Si a eso sumamos que hay tres millones de mujeres analfabetas en México, y que en el caso de que tengan estudios deben afrontar un sistema de poder en el que la educación posee además una estructura y discurso patriarcal.
El sistema patriarcal, hecho un sistema económico-político, se encarga de mantener los esquemas de esa violencia invisible negada pero palpable cuando se prende la televisión con anuncios de un “deber ser femenino” que se ajusta exclusivamente a un modelo específico de belleza, pensamiento, creencias y actitudes, un modelo que dice cuándo y cómo la mujer es buena, si se ajusta a esa construcción dicotómica de lo que se entiende como bueno-malo, masculino-femenino, blanco-negro, interno-externo, dentro-periferia.
Y hago énfasis en esta parte porque crecimos en ese sistema que nos ha dicho cómo debemos pensar acerca de nosotras mismas, lo que debemos esperar de nuestras emociones, sensaciones y vidas.
Hasta convencernos, hasta interiorizar esos mensajes dictados desde el patriarcado, y que explican por qué una mujer víctima de violencia aunque busque ayuda, antepone obstáculos para salir de la condición de violencia, siendo éstos argumentos que sólo reproducen la voz del patriarcado: “Él dice que yo sin él no valgo nada”.
De tal forma que si no encuentra correspondencia con ese modelo, entonces “es una mujer de la periferia”, una no realizada, ya sea a través de la maternidad, la abnegación, la aceptación tácita de la doble o triple jornada, de callar y asentir, de responder a un modelo de belleza que exige ser tan delgada que ponga en riesgo la salud, más alta y correr el riesgo de torcerme los tobillos, ser la más eficiente y responsable –“como las mujeres suelen serlo”–, y no importa si vaya de por medio la salud.
El patriarcado como sistema social-político y económico de poder nombra formas específicas que definen “una identidad femenina que incluso impide a las mujeres inventar sus prácticas, inventarse” (**); acota y con ello restringe la capacidad creativa.
Despoja del lenguaje porque así impide la capacidad de nombrarse y construir un mundo posible desde el pensamiento, de ahí la importancia de aprender a nombrarnos en discursos femeninos y no permanecer en el silencio.
Este silencio es el mismo que se reproduce y espera en condiciones en las que una mujer participa en espacios públicos, en los que se espera que “una buena mujer” se conduzca tal como le han dicho, con autocontrol, pasiva, receptiva, que no cuestione, que no irrumpa, si se le ha permitido y le han abierto las puertas de lo público no es para que transforme sino para que lo haga bajo las reglas del poder patriarcal, hasta qué derechos reclamar, cuándo y cómo.
De ahí por qué sea más fácil que se aprueben todas las leyes antes que una que permita a las mujeres decidir sobre nuestros cuerpos que siguen bajo la tutela del territorio del amo, del patriarca.