Ciudad de México, 16 enero 2017.- (Cimacnoticias) Todo comenzó en el momento en que el primer ministro recibe un mensaje de que la princesa de su país había sido secuestrada por un grupo criminal. La petición de rescate es muy clara:
El primer ministro debe tener sexo con un cerdo, debe ser grabado y transmitido en vivo, de lo contrario el gobernante será responsable del homicidio de la princesa más querida de su país.
La central de inteligencia intenta contratar a un actor porno, pero de inmediato los secuestradores se percatan y advierten que la princesa morirá.
Todo el país ve con un morbo inconmensurable la humillación inaudita del Primer Ministro en un acto zoofílico; ese morbo se convierte en vergüenza, pena, lástima y rabia contra quienes son capaces de controlar de semejante forma al líder político de un país.
Es la trama de uno de los capítulos de la magnífica serie de Netflix Black Mirror. Lo curioso es que Charlie Brooker, el creador de la serie, nunca leyó la biografía no autorizada del primer ministro británico David Cameron.
Según un compañero de Cameron, durante sus años en Oxford, David se vio forzado a llevar a cabo un acto sexual con la cabeza de un cerdo muerto como parte de un rito de paso de la hermandad universitaria (hecho nunca comprobado).
El final de ese capítulo denominado “Himno nacional”, bien podría ser parte de una historia real que sucede a diario en universidades de todo el mundo.
La fragilidad de internet, junto con la posibilidad del parcial anonimato de las redes sociales han revelado uno de los problemas más serios del Siglo XXI:
la violencia cibernética que va desde el hostigamiento menor hasta el secuestro manipulado desde una computadora por un delincuente sentenciado en una prisión de alta seguridad que tiene acceso, una vez al día, al uso de redes sociales y correos electrónicos.
En las universidades encontramos cada vez más casos de jóvenes dispuestos a unirse para destruir la reputación de estudiantes o miembros del profesorado; de entre ellos encontramos a algunos que creen que amenazar de muerte a una profesora mostrando su fotografía con el rostro moreteado como si la hubiesen golpeado severamente es simplemente una forma de disentir con la visión de la educadora.
Otros, como vemos constantemente, amenazan de muerte a periodistas, activistas o políticos usando fotografías de balas, cuerpos destrozados, charcos de sangre, es decir, utilizando todos los recursos de personas que en psiquiatría serían calificadas como sociópatas.
La pregunta que nos hemos hecho en los últimos años quienes investigamos estos actos violentos cada día más visibles en todos los grupos sociales con acceso a internet, es cómo abordar el comportamiento de miles de personas que creen que es divertido jugar a ejercer violencia.
Dicho de otra forma, la incapacidad de la mayoría de las y los usuarios para comprender que las redes sociales son un instrumento comunicacional de la realidad y no una nube inocua en la que se pueden verter odios y frustraciones sin medida.
Miles de jóvenes entrevistados en México, Estados Unidos, y Australia, responden prácticamente lo mismo a las preguntas que hemos hecho grupos de especialistas en violencia social y de género.
Dicen agredir porque están aburridos, porque no tienen mucho que hacer, porque los adultos son estúpidos, les harta la gente que cree saber mucho sobre la vida y lo expresa en redes sociales (incluyendo periodistas y Academia); revelan sentir una adicción al poder de herir a otros desde el anonimato.
Desde la perspectiva de los agresores enmascarados, la reacción de sufrimiento, angustia o miedo de sus víctimas es una simple ciber-paranoia, pero es también una adicción que les produce endorfinas y adrenalina.
Saber que sus víctimas sienten miedo real frente a un acto que ellos consideran una agresión “imaginaria” les divierte, les hace sentir poder.
Lo que no son capaces de comprender es el efecto psicológico que el gozo de ver sufrir a sus víctimas causa en su retentiva neuroquímica, el cómo profundiza las tendencias psicopatológicas en quienes se comunican a través del ciberespacio solamente usando la violencia; descubren que pueden nutrir su crueldad sin sentir culpa o vergüenza por ello.
La salud emocional de quienes dedican buena parte de su tiempo a nutrir y fomentar la violencia cibernética debilita la fibra moral y, por supuesto, destruye la brújula ética de las y los estudiantes en comunidades que no saben cómo enfrentar estos fenómenos.
Por si fuera poco, los adultos responsables de mediar en estos conflictos, ante su desconocimiento y frustración reaccionan con violencia, desprecio y agresión desde su posición de poder frente a las y los jóvenes ciber-agresores. Los demás son seguidores morbosos que no entienden su responsabilidad al dar poder con clicks y likes.
El círculo de violencia no es virtual, es real, concreto y debe ser reconocido, estudiado y abordado adecuadamente.