El cuidado viene del verbo cuidar que significa asistir, guardar, conservar; también es poner atención en algo o alguien, lo que implica preocuparse y responsabilizarse por otra u otro. De manera más amplia se refiere al hecho de procurar y mantener el bienestar de algo o alguien – desde un ser querido hasta el planeta tierra, tan diverso es el universo de sujetos que puede abarcar.
El sentido de las dos palabras adquiere una singular resonancia hoy en día, dada la realidad que enfrentamos – un cambio de época, según algunos, una crisis del régimen global, según otros – dominada por la pandemia del COVID, la desigualdad social, el calentamiento global, y la expulsión masiva de pueblos alrededor del mundo, para nombrar solo cuatro atolladeros del mundo contemporáneo. Los cuatro revelan, precisamente, un descuido y una desatención crónicos, aunque también, sugiero, señalan un camino y mundo alternativos.
El cuidado, en mayor o menor grado, es y siempre ha sido integral a todo esfuerzo humano. Ese reconocimiento yace en el centro de lo que se llama la economía del cuidado, que trata todas aquellas actividades y relaciones que tienen como fin atender las necesidades físicas, emocionales y psíquicas de los seres humanos y, por ende, contribuir a reproducir y mantener las presentes y futuras poblaciones del planeta. Por lo anterior, es evidente que todo esfuerzo, todo trabajo, que cae bajo ese rubro es de enorme importancia para los pueblos y las naciones.
Esto es así no obstante que muchas labores del cuidado son poco reconocidas y, por lo general, poco valoradas. Pareciera paradójico. Para entender por qué hay que ver más de cerca los tipos de actividades y relaciones a que se refiere esta economía, si bien el rango de labores que cubre es amplio y diverso, se pueden dividir en dos categorías, las que son remuneradas y las que no lo son.
En general, las que no reciben recompensa monetaria son de contacto directo y de relación personal – la alimentación de un bebé y la atención a un pariente enfermo, por ejemplo; otras, dependiendo del grado de cercanía física y emocional, pueden ser remuneradas o no, como son la preparación de alimentos y la limpieza.
A la vez, existen trabajos de cuidado remunerados; muchos se encuentran en el sector educativo y de salud – el caso de enfermeras, maestras y trabajadoras sociales, por ejemplo. Vale señalar que, aunque son empleos formales, la remuneración y las condiciones de trabajo pueden variar de manera sustancial. Comparemos, por ejemplo, la situación laboral de una médica en un hospital de prestigio en una gran ciudad, a la de una enfermera en una clínica rural.
En general, en todos los países del mundo el trabajo del cuidado se lleva a cabo predominantemente por mujeres. Su presencia es aún más abrumadora en las actividades no-remuneradas. Según estimaciones del Organización Internacional del Trabajo (OIT), comparadas con sus congéneres masculinos, las mujeres se encargan de más del 75 por ciento del trabajo del cuidado sin remuneración.
La mayor parte consiste en labores domésticas (81 por ciento) y de asistencia personal (13 por ciento). Para tener una idea de las dimensiones de esta economía a nivel global solamente hace falta señalar que es equivalente a una fuerza laboral de 2 mil millones de personas trabajando ocho horas diarias. Si recibiera un salario, éste ocuparía 9 por ciento de PIB global.
En general, el trabajo del cuidado no-remunerado es más intenso para niñas y mujeres en países de ingreso medio, el caso de México.
Se estima que en el país entre 18 a 23 por ciento de la fuerza laboral se dedica a este tipo de labores. A la vez, de ese monto, solamente 6 por ciento tiene un empleo formal (con salario), comparado con 25 por ciento en países como Suecia y Noruega.
Claramente, la invisibilidad y desvaloración de las actividades y relaciones humanas abarcadas por la economía del cuidado refleja una serie de hechos. Refleja la atrincherada división de trabajo por género donde las mujeres predominan en labores mal pagadas o sin sueldo alguno y, por ende, menos valoradas.
Esto es así, no obstante su importancia – lo necesario que son esas labores – para el bienestar de las familias, comunidades y de las sociedades en general. A la vez, la falta de reconocimiento y valoración del cuidado, del acto de cuidar, revela algo más alarmante, especialmente en este momento de pandemia, calentamiento global, inequidad social y migración forzada, porque deja ver la histórica desatención, sino injusticia, hacia nuestros congéneres, especialmente las y los más vulnerables. Que nos sirva también como una señal de lo que hace falta hacer para empezar a reponer el daño.
*Doctora en Antropología Cultural por la Universidad de California, Berkeley. Es profesora e investigadora en el Departamento de Estudios Culturales de El Colegio de la Frontera Norte . Sus líneas de investigación se centran en la migración en las fronteras norte y sur de México, con énfasis en el riesgo y la vulnerabilidad asociados a la migración.