Niña Huichola

10 de Agosto de 2016
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Hija de padre Huichol y de madre Triqui, Citlali, la niña indígena a quien las autoridades de Sonora le negaron la Interrupción Legal del Embarazo a la que tenía derecho por un embarazo producto de violación, ha pasado lo indecible desde principios de mayo pasado.

Víctima de un ataque sexual, conoció la justicia mexicana y sus asegunes. Vivió en carne propia las decisiones de otros sobre su cuerpo, ese cuerpo al que un día un hijo del patriarcado lo tomó para su uso, sin importar las huellas de dolor que esto podría dejar en la niña.

13 años tenía esta estudiante de secundaria cuyo objetivo en la vida ya está trazado por ella misma: “Quiero ser maestra”, es su propósito.

No piensa en ser madre, al menos por muchos años más. Pero el agresor decidió otra cosa y de pronto, Citlali se vio embarazada del violador, pero también del Ministerio Público omiso, al no proporcionarle anticoncepción de emergencia el mismo día de la agresión, cuando denunció. El embarazo de Citlali tuvo pues dosresponsables.

Esta niña a la que ahora le brilla la sonrisa por la recuperación de la esperanza, hizo, con su experiencia, un corte transversal al sistema de justicia de Sonora, y a sus políticas públicas de protección a los derechos de las mujeres y las niñas.

Su caso está probando al nuevo sistema de justicia penal, pero también arrastra los vicios del sistema acusatorio. Ambos sistemas fueron mezclados en un acto inaudito de osadía impredecible, realizado por quienes son encargados de impartir justicia en el estado.

No se sabe bien a bien cómo resolverán las contradicciones de ambos sistemas si los dos están presentes, revueltos en el caso Citlali.

Esta niña que guarda la ilusión de ser maestra, probó también el reto que significa la estigmatización de las mujeres y las niñas cuando somos nombradas y cada palabra imprime un significado marcado por el peso del género.

“No es una niña indígena, es una mujercita que nació en el poblado Miguel Alemán”, dijo el procurador de Sonora en una entrevista. Como si el derecho a la justicia para Citlali, como el de otras mujeres y niñas, valiera por su modo de vida, por su comportamiento, por su origen, por su ascendencia.

Citlali sabe ahora que la palabra de la víctima se pone en duda de inmediato para cuestionar siempre si ella no habría provocado o consentido la agresión, aunque ésta se encuentredocumentada médicamente.

Fue un terrible despertar a la violencia de género. Fue una confirmación de toda la violencia institucional acumulada de la que puede ser capaz un sistema de justicia.

Esta menor de edad a quien no se le olvida jugar, vivió en unos meses lo que otras mujeres y niñas experimentan a lo largo de años, fue un precipitado taller vivencial de violencia de género.

Es una larga lista de violaciones a sus Derechos Humanos, nadie hizo nada bien. Quienes intentaron hacer su trabajo al principio de esta película de horror lo hicieron a medias. Todos ignoraron la normatividad.

Citlali vuelve a su comunidad, pero también vuelve a la realidad del seguimiento que debe darse para que el responsable pague por la violencia que ejerció contra ella. Regresa también a la dimensión de la búsqueda de la reparación del daño.

Hace meses su vida era sencilla, modesta y en lo que cabe, feliz. Su escuela, lo más importante en su existencia. Hoy es protagonista de un caso seguido en gran parte del país y fuera de él, por la trascendencia que puede llegar a tener, dependiendo de cómo se resuelva.

Citlali puede ser y seguramente será el emblema para que otras mujeres y niñas no tengan que pasar lo que ella vivió. Ella no conoce la Norma Oficial Mexicana-046, pero tampoco el personal de la Secretaría de Salud la conoce. Ella no tiene obligación de conocerla, ellos sí.

Mientras su propio estado le dio la espalda, otros gobiernos estatales le brindaron apoyo para resolver la situación de emergencia que apremiaba.

A esa niña a la que el procurador llama “mujercita que nació en Sonora”, su estado la dejó sola. Su sueño de ser maestra estuvo a punto de romperse. Sin embargo, Citlali está de vuelta en su entorno cotidiano; fuerte, lista para enfrentar lo que sigue: llevar hasta lo último la investigación contra su agresor, hasta lograr que sea sancionado de acuerdo al daño que le provocó.

Al observarla se advierte que su sonrisa, a pesar del tamaño de su tragedia, no pudo ser destruida, es el único patrimonio de quien vive en una paupérrima vivienda con su padre y sus dos hermanitos, buenos estudiantes también.

Ella no sabe con exactitud qué hace un Ministerio Público o un juez, ni quién es cada uno, pero sabe que hay “unos licenciados” que no hicieron bien su trabajo.

Sabe también que hay otros y otras licenciadas que le están ayudando, son varios, muchos, para lo que ella podría haberse imaginado. Unos en Sonora, otros en la Ciudad de México. No se pregunta por qué es tan importante su caso, pero intuye que servirá para que a otras niñas como ella no les pase lo mismo y está contenta de que sea así.

Citlali no juzga, no maldice, no llora, por lo menos no en público. Más bien guarda la esperanza de que todo se resuelva pronto para poder abrir los ojos en algún momento y sentir que la pesadilla terminó. Que no es madre, que sigue estudiando, que al fin tiene una computadora, y que vive feliz como antes, antes de que alguien la maltratara como se patea un objeto, cuando era solo una niña, como la de Zitarrosa, una niña Huichola.

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