En estas semanas, el discurso racista del presidente de Estados Unidos ha alcanzado niveles “inimaginables”: no contento con insultar a poblaciones y países enteros, tachándolos de criminales o infestados de crimen, dirigió sus dardos más recientes contra cuatro congresistas “de color”, cuyas familias de origen no provienen de Europa y permitió que en un mitin la masa exaltada gritara “mándala de vuelta” (a su país) contra Ilhan Omar, congresista en funciones.
Lejos de condenar la cruzada xenófoba del presidente, su partido y muchos medios han pretendido esquivar la polémica, como si no importara que el mandatario (todavía) más poderoso del planeta provocara y luego minimizara semejante estallido de odio. Ante tan tibia reacción contra lo que algunos comentarista y políticos han llamado una conducta ajena a los principios de Estados Unidos (un-American), no es de extrañar que la inhumana política contra las poblaciones migrantes vaya también normalizándose en ese país.
Cuando desde la cima se difunden discursos de odio contra extranjeros, ciudadanas naturalizadas, refugiadas, residentes legales o sin papeles, y éstos encuentran eco entre la población, las imágenes distorsionadas de “las otras” y “otros” van alimentando temores, resentimientos y el deseo de verterlos en algún chivo expiatorio que, en este caso, bien pueden ser los “musulmanes”, asociados con terroristas (tras el 11/09/2001), los “negros” (víctimas frecuentes de abusos policiacos) o “latinos” sin papeles, cuya historia y humanidad se borran bajo la etiqueta de “extranjero ilegal”.
Esta reducción a un estereotipo del “enemigo”, en un contexto de “emergencia de seguridad nacional” llevó antes a la aprobación del Acta Patriótica que permitió, con la venia del Congreso, imponer un Estado policiaco, así como la apertura del infierno de Guantánamo, donde hasta hoy languidecen hombres muertos en vida que encarnan el estado de excepción.
El estado de excepción se va normalizando hoy en la frontera y al interior mismo de Estados Unidos, en campos de internamiento que periodistas y activistas con sentido crítico y memoria histórica llaman ya campos de concentración; en puentes fronterizos donde se ha montado la farsa de “devolver” a un “país seguro” a quienes, huyendo de violencias inimaginables, buscan asilo, y en documentos oficiales que justifican la anulación, implícita o tajante, del derecho de asilo como necesidad de “responder a la urgente crisis humanitaria y de seguridad en la frontera sur” mediante el envío de miles de personas a México donde, dicen, “recibirán adecuada protección humanitaria” (Homeland Security, 24. I. 19).
Contra este discurso nacionalista y securitario que pretende maquillar la violencia bajo un lenguaje políticamente correcto y bien intencionado, surgen reportajes –como los de Ginger Thompson (Truthout, 19.VII.19) o Debbie Nathan (The Intercept, 14.VII. 19)– que sacan a la luz las condiciones inhumanas en que sobreviven miles de migrantes de un lado y otro de nuestra frontera norte.
Allá, niñas y niños separados de sus familias, hombres y mujeres devorados por el sol y la mugre o congelados en galerones sin camas ni cobijas, seres humanos sedientos y hambrientos, encerrados porque, en la visión oficial, sólo quieren “aprovecharse de las leyes de inmigración”. Acá, mujeres secuestradas y violadas por tratantes, hombres secuestrados y torturados, niños, niñas y jóvenes a merced del crimen organizado o desorganizado, seres humanos al garete… ¿Es ésa una política humanitaria integral?
Mientras en el país vecino empiezan a ampliarse las voces que señalan semejanzas entre los precedentes del genocidio en Alemania y la situación actual, México tolera la imposición de facto de convertirse en “tercer país (no) seguro”, sacrificando “carne humana” por aranceles, como ha señalado Muñoz Ledo, una de las pocas voces críticas en este gobierno.
Pareciera que aquí también escaseara la memoria histórica: a un demagogo autoritario no se le detiene a base de concesiones. La política de contención falló antes en Europa. ¿Por qué creer que aquí sí funcionará? Lucía Melgar.