Los Estados parte, México, entre ellos, se comprometieron entonces a garantizar a las mujeres y niñas el derecho a una vida libre de violencia.
A 25 años de la suscripción inicial de esta convención, la apuesta por erradicar esta violencia y no sólo frenarla, o prevenirla y castigarla, parece utópica.
Este documento y la plataforma de acción de Beijing (1995) en el seno de la ONU, fortalecieron el marco jurídico internacional que también incluye la Convención de la CEDAW (1979) contra toda forma de discriminación hacia la mujer.
Desde entonces se ha avanzado en el reconocimiento de esta violencia, pero a nivel regional los Estados no han cumplido con sus obligaciones.
En los hechos, la brecha entre los pactos firmados por éstos y el tipo y alcance de sus acciones sigue siendo demasiado dolorosa para los millones de mujeres y niñas que padecen acciones o conductas, basadas en su género, que les causan “muerte, daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico, tanto en el ámbito público como en el privado” (art.1).
En México, por ejemplo, la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia (LGAMVLV) se deriva y retoma esta Convención, que reconoce este derecho (art.3), así como el derecho a la vida, a la integridad, a la seguridad, a la igualdad de protección ante la ley, y a la no discriminación, entre otros.
La LGAMVLV incluye a su vez medidas para garantizar una vida sin violencia, tales la Alerta de Violencia de Género (AVG) o las medidas de protección.
Por desgracia, como es evidente ya en el caso de la AVG, las leyes no modifican conductas y prácticas arraigadas, menos aún cuando quienes las interpretan carecen de perspectiva de género o de Derechos Humanos, cuando las autoridades no dan prioridad a la lucha contra la violencia machista y politizan el tema, o, como se dice con impotencia, cuando “no hay voluntad política”.
Como las promesas no bastan, se creó en 2004 un Mecanismo de Seguimiento de la Convención que incluye indicadores de cumplimiento, entre ellos estadísticas específicas para mujeres y niñas, que, según informes recientes, no se compilan como es debido.
Más allá del fetichismo de la ley y la danza de cifras que ya conocemos, la falla más evidente en México es la falta de acciones concretas para garantizar una vida sin violencia, lo que conlleva, según la Convención, responsabilidad internacional.
Peor aún, el Estado mexicano ni siquiera cumple la obligación de “abstenerse de cualquier acción o práctica de violencia contra la mujer y velar por que las autoridades, sus funcionarios, personal o agentes e instituciones se comporten conforme a esta obligación” (art. 7a).
A lo largo de 25 años, la documentación del feminicidio ha demostrado la negligencia del Estado que se ha limitado a “administrar” el problema como si pudiéramos seguir viviendo en un país donde se acumulan muertes y desapariciones impunes, ocultándolas bajo nuevas leyes, fiscalías, comisiones, o frenesí punitivo. A estas alturas es obvio que la simulación sólo agudiza la violencia.
Cuando policías en funciones violan a una chica que va por la calle, como acaba de suceder; cuando marinos o militares torturan a mujeres detenidas de manera arbitraria, cuando agentes estatales desaparecen a niñas y mujeres, cuando autoridades promueven o toleran tratos inhumanos a migrantes, perpetran delitos que deben castigarse.
Apelar a más penas o años de cárcel no es la solución. Lo necesario y urgente es castigar a los culpables y diseñar políticas de prevención a mediano y largo plazos.
Harían bien las actuales autoridades mexicanas, en particular las del gobierno de la capital, en tomar en serio esta Convención en vez de administrar la justicia de manera selectiva y de tachar de “provocación” las protestas airadas contra la violencia feminicida e institucional que degrada la vida en esta ciudad.
Belem do Pará puede parecer utópica. Hoy es más bien una luz contra un Estado que ha permitido y se permite violar y matar sin consecuencias. (LUCIA MELGAR)