En su afán de romper con el pasado, el presente régimen ha echado abajo políticas públicas que requirieron de intenso trabajo del gobierno y de la sociedad civil. La política para alcanzar la igualdad de género es sólo un ejemplo.
Como si esto no bastara, ha dado también un giro hacia las iglesias que amenaza el carácter laico de la República y rompe, no con el pasado “neoliberal”, sino con legado liberal del siglo XIX: la separación de las Iglesias y el Estado.
Además de notar las frecuentes alusiones religiosas en el discurso presidencial, diversos analistas han criticado la injustificada participación de representantes eclesiásticos en el acto llevado a cabo en Tijuana para ¿celebrar? el acuerdo migratorio con Estados Unidos.
En cambio, se ha prestado menos atención a un cambio en la política hacia las asociaciones religiosas que tal vez explique esa presencia y que, en todo caso, anuncia nuevos y más riesgosos ataques a la laicidad: la invitación del gobierno a estas asociaciones a participar en la “reconstrucción del tejido social y la cultura de paz” y a “impulsar los objetivos sociales de la cuarta transformación”.
Aunque sólo fuera un gesto retórico, este acercamiento a las iglesias sería ya preocupante, sobre todo cuando, en contraste, se ha denostado a las organizaciones de la sociedad civil y se les han negado recursos que antes favorecieron la colaboración de éstas en tareas que el Estado no puede cumplir solo, como las estancias infantiles y los refugios para mujeres maltratadas.
Lo más grave es que este giro se ha concretado en documentos oficiales y se presenta como una línea de política estatal, como si una “emergencia nacional” pudiera justificar quebrantar el marco constitucional.
No es exagerado preguntarse adónde se pretende llegar en la interpretación a modo de las leyes cuando se lee en el nuevo reglamento interno de la Secretaría de Gobernación (Segob) DOF 31/5/19, que la dirección de asuntos religiosos de ésta tendrá entre sus funciones “proponer y coordinar estrategias colaborativas con las asociaciones religiosas, iglesias, agrupaciones y demás instituciones u organizaciones religiosas para que participen en proyectos de reconstrucción del tejido social y cultura de paz que coadyuven en la consecución de las atribuciones en la materia” de la subsecretaría del ramo (art. 86. XIX).
¿Las iglesias contribuirán a alcanzar objetivos de política pública en un Estado laico? ¿Qué implica que, como informaron Maru Jiménez Cali y Luis Guillermo Hernández en Aristegui Noticias (18/06/19), las iglesias presenten, en mesas intersectoriales de trabajo, opiniones y propuestas para “contribuir a la gobernabilidad, prevención social y reconstrucción del tejido social en los ámbitos familiar, comunitario, laboral y ciudadano”, con vistas, además, a la elaboración del Plan Nacional de Desarrollo?
Mencionar “el Estado laico” y “una perspectiva incluyente y equitativa” no basta para acotar las intenciones religiosas ni justificar la injerencia de grupos de interés que, aun sin esta permisividad oficial, han actuado como agentes políticos para promover leyes, como las reformas constitucionales para “proteger la vida desde la concepción” u obstaculizar otras, como la aprobación del matrimonio de personas del mismo sexo.
En este mismo contexto, es también ominoso que el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT) haya otorgado una concesión de radio y TV a “La visión de Dios”, so pretexto de que ésta no es “una asociación religiosa registrada”. ¿El nombre no les dice nada?
Creer que las iglesias no buscarán intervenir en la política educativa, como ya lo han hecho en contra de la educación sexual, ni coartar los derechos de las mujeres y la población LGBTTTI, es olvidar la historia: más de un prelado ha justificado la pederastia, la violación y el feminicidio como “responsabilidad” de las víctimas.
Es olvidar también que el “perdón” que pregonan algunos religiosos como medio de reconciliación ha sido rechazado por las familias de las víctimas de violencia. Involucrar a cualquier iglesia en tareas de política pública es anticonstitucional y peligroso. (Lucía Melgar)