Nos encadenan tantos martirios que a veces nos quedamos sin aliento y se nos escapa el presente.
Casi todos los días se infligen intencionadamente torturas y malos tratos de carácter mental y físico a ciudadanos de todas la regiones a instancias de funcionarios públicos, que son precisamente las personas que más deberían respetar el estado de derecho y proteger los derechos humanos.
Hoy mismo Naciones Unidas, en su quinto informe ante el Consejo de Derechos Humanos, aborda el fracaso de las leyes internacionales para proteger a las minorías de la tortura y otros actos crueles e inhumanos, que nos degradan como especie.
El mundo debería recapacitar sobre esto, máxime en un planeta globalizado como el actual, pluralista, multicultural y universal, que ha de cuidar y proteger los valores esenciales que nos dignifican como ciudadanos pensantes.
Sin duda, hoy más que nunca, todos estamos obligados a comprometernos en la abolición de la tortura, entendida ésta, como todo acto por el cual se inflija intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido, o se sospeche que ha cometido, o de intimidar o coaccionar a esa persona o a otras, o por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación, cuando dichos dolores o sufrimientos sean infligidos por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o aquiescencia.
Indudablemente, no serán torturas: los dolores o sufrimientos que sean consecuencia únicamente de sanciones legítimas, o que sean inherentes o incidentales a éstas.
Con el auge del extremismo violento y el nivel sin precedentes de desplazamientos forzosos, en demasiadas ocasiones se destruye la propia personalidad de ciertos seres humanos. Esto es indigno.
Ya sabemos que la tortura se considera un crimen en el derecho internacional, pero es preciso tener todos los instrumentos necesarios para que estos actos jamás se produzcan.
El uso de la tortura no tiene justificación alguna, ni para luchar contra el terrorismo porque, de hecho, la persecución aterroriza.
Por si fuera poco este suplicio, la Organizaciones de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), acaba de advertirnos que crece el hambre en zonas de conflicto pese a proyecciones positivas para cosechas a nivel global.
Muchas veces, además, se mantiene una cultura de impunidad que nos deja sin verbo.
Junto a esta prohibición más absoluta, el mundo entero tiene la obligación no sólo de evitar la tortura, también de rehabilitarles, con una reparación pronta y eficaz.
El hoy es nuestro y no podemos caminar a la deriva, dejándonos atormentar, sin poder vivir.
Aliviemos el sufrimiento de tantas víctimas presas de la persecución más leonífera, hagamos familia frente a prácticas que todo lo pervierten.
Siempre es un buen momento de expresar nuestra solidaridad con las personas torturadas.
Más que nunca hace falta amor, hay un hambre profunda de cariño, de consideración, a pesar de que se nos llene la boca de humanidad.
Ante estos repetitivos sucesos inhumanos, convendría que nos preguntáramos como, en otro tiempo, hizo el científico alemán nacionalizado Albert Einstein: "Tengo una pregunta que a veces me tortura: estoy loco yo o los locos son los demás".
Ya está bien de que cada cual consigo, sea su peor enemigo. ¡Pregúnteselo!.
Frente a un mundo que tortura; la prohibición más absoluta
09
de Marzo
de
2016
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