De un tiempo a esta parte todo parece fracasar, pero yo creo que es una gran oportunidad para renacerse con más inteligencia, y esto se alcanza cultivándose, trabajando arduamente y aprendiendo del fracaso.
Es verdad que el escenario internacional, al que debemos mirar con un corazón unido, exige compromisos y cambio de actitudes en muchas naciones, quizás utilizando los medios de la diplomacia, pero asimismo con el coraje preciso para activar relaciones más respetuosas, y por ende, de mucho más sosiego.
Por una parte, observamos a un mundo que tiende a descolonizarse, lo que permite a numerosos pueblos acceder a la plena soberanía, a la gestión de sus propios asuntos, con una ciudadanía responsable dispuesta a servir a la colectividad que representa.
A mi juicio, esta evolución es buena, puesto que indica la madurez de sus moradores, siempre y cuando actúen en igualdad de derechos y de obligaciones, respeten sus tradiciones, sus culturas y trabajen por el bien colectivo.
Pero también, advertimos, que determinados países soberanos, sustentados bajo el Estado social y democrático de Derecho, se ven a veces amenazados en su integridad territorial o institucional, por grupos que intentan la ruptura, quizás movidos por un afán ambicioso de poder, que en lugar de crear lazos hunden al país, llegando hasta intentar o reclamar la secesión.
En efecto, los asuntos en cada continente son complejos y muy diversos, lo que reclamarían cada cual un comentario distinto, pero refiriéndonos por proximidad del que suscribe al proceso independentista catalán, (un desafío ilegal totalmente absurdo), deseamos que más allá de las pasiones interesadas, se retorne al espíritu constitucional de la nación española, con el que hemos convivido armónicamente, con más libertades que nunca, repercutiendo este clima de concordia, en avances sin precedentes, en nuestra propia historia reciente, al promover el bien de cuantos la integramos.
Las divisiones jamás fueron buenas para nadie, todos necesitamos de todos.
Como dijo en el mensaje de Navidad, quien actualmente es el símbolo de unidad y permanencia, el Jefe del Estado, el rey Felipe VI: "Formamos parte de un tronco común del que somos complementarios los unos de los otros pero imprescindibles para el progreso de cada uno en particular y de todos en conjunto".
Es natural que, como árbitro y moderador del funcionamiento de las instituciones, estimule el entendimiento y active el respeto a una Constitución que, entre todos los españoles, nos hemos dado.
Precisamente, bajo este espíritu constitucional queda verdaderamente reflejada la pluralidad, considerando la riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España como un patrimonio cultural de especial respeto y protección; a la vez que se consolida de esta forma, un Estado de Derecho, donde el imperio de la ley, como expresión de la voluntad popular, ha de cumplirse por todos.
Tal vez hemos de hacer un esfuerzo de sinceridad con nosotros mismos, y más allá de doquier sentimentalismo pasional, debamos propiciar otras autenticidades más de servicio a la ciudadanía, con políticas bien articuladas y equilibradas, que respeten evidentemente las particularidades culturales, étnicas, religiosas, que en Cataluña no es la cuestión, ya que en la España de hoy las cuerdas que nos amarran son en general conjuntas, y cada autonomía es considerada como una garantía de las diversas nacionalidades y regiones que la integran, mostrando solidaridad entre todas.
Por consiguiente, la fractura no tiene sentido alguno, ya que del mismo modo que la ciudadanía tiene derechos inviolables y deberes correlativos, también los pueblos y sus autonomías tienen compromisos con relación a ellos mismos y el Estado.
Sin duda, el primer deber es actuar dentro de la legalidad. Sólo así se puede recuperar la confianza en las instituciones.
Cuando tanto se habla de regenerar la vida política, creo que la mejor regeneración pasa por recuperar el orgullo de nuestro activo nacional, la de una España que se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles.
De lo contrario, es precipitar una cultura golpista que de manera ilegítima desafía el orden constitucional vigente, en la medida que el objetivo del acuerdo alcanzado por la coalición Junts pel Sí y la CUP es la desconexión de España en un plazo de dieciocho meses.
Ya estamos con los plazos y los miedos. Tampoco se puede omitir la realidad. En parte el mundo de los separatistas se ha acrecentado por no hacer nada, dejándoles hacer o cerrando los ojos a no ver.
¿Por qué se ha permitido infringir artículos constitucionales como el 4.2, donde se dice que la bandera de España ha de estar en los edificios públicos junto a las otras propias de las Comunidades Autónomas?.
Esto es únicamente una prueba de tantas.
Al fin, tenemos lo que tenemos, o lo que hemos dejado que pasara.
Y ciertamente, en el momento presente, cuando tanto proliferan en el mundo los separatistas, hay que hacer valer nuestra unión más que nunca, para decirles que nada nos va a dividir, ni el recelo, ni tampoco la incertidumbre; y, en todo caso, hay que impulsar una cultura integracionista.
Todos sabemos, además, como la cultura de la sospecha entorpece las relaciones sociales.
Millones de seres humanos observan con cierta sorpresa las divisiones y perciben como sus predicadores políticos en lugar de globalizar el desarrollo de la persona humana, suelen buscar su bien y el de los suyos, de manera partidista, avivando de esta manera la cultura de la discordia más divergente.
Ante este panorama tan desolador, convendría recordar que las verdaderas columnas de la sociedad son la autenticidad, la lucidez pensante y la libertad.
Sin autenticidad nada es lo que es, porque quien es auténtico, ya lo dijo Jean Paul Sartre en su tiempo, asume la responsabilidad por ser lo que es y se reconoce libre de ser lo que es.
Lo mismo sucede con un profundo instante de lucidez, únicamente uno; y todo dejaría de ser mundano y mediocre.
O la verdadera libertad de los pueblos, cuya mejor garantía es la verdad; con razón, se dice: "La verdad os hará libres".
De ahí la necesidad de una cultura de la organización social que ha de basarse, ya no sólo en la transparencia y el respeto, también en la responsabilidad, para promover la cohesión social y la cooperación entre instituciones diversas.
El mundo en el que vivimos, en consecuencia, no puede activar una cultura secesionista, puesto que cada vez la interdependencia entre todos es más creciente en todos los aspectos de nuestra existencia.
Todo se ha mundializado y de qué manera. Por eso, es fundamental impulsar una cultura universalista, con conciencia global, más allá de los estilos de vida, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias.
Esto significa que cada pueblo, que cada ciudadano, que cada país, debe contribuir a que se disipen las exclusiones y los prejuicios, sabiendo que la unión no sólo nos enriquece, debilita también cualquier discordia.
¿Qué es el presente sino el punto de unión entre el pasado y el futuro?.
Por sí mismo, todo llama a la unión. Verso a verso se construye un poema.
También Lorca lo refrendaba, al definir la poesía como "la unión de dos palabras que uno nunca supuso que pudieran juntarse, y que forman algo así como un misterio". Por tanto, no nos vayamos por el camino de la secesión, de la lucha entre nosotros. La unidad siempre supera cualquier conflicto por muy grave que sea.
A todos nos interesa, pues, atmósferas armónicas, que nos hagan sentirnos realizados como ciudadanos.
Para ello, no hay otra manera de convivir que tender puentes: hoy por ti, mañana por mí; eso sí, avivando en todo momento la comprensión mutua y recíproca.
Apuesta por una cultura integracionista
11
de Enero
de
2016
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