¿Nacemos o nos hacemos resilientes?

11 de Junio de 2014
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resiliencia
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En el artículo anterior abordé el interesante tema de la resiliencia y cerré con una pregunta para que en esta ocasión reflexionemos sobre la posibilidad de que una persona que no nace resiliente pueda desarrollar este recurso.

La realidad es que existen quienes por naturaleza son resilientes, es decir, que yo creo que hay personas que nacen con esta capacidad, y que cuando la vida las enfrenta a acontecimientos adversos se dan cuenta de sus recursos para salir adelante y lograr “darle la vuelta” de una forma creativa a la situación difícil.

Por otro lado, hay quienes no nacen con la capacidad de resiliencia “integrada”, sin embargo pueden ir construyendo una forma lo más cercana posible a esta capacidad para responder a las adversidades.

Pienso que es como si algunas personas nacieran con la capacidad de resiliencia ya activada y otras necesitaran seguir pasos muy específicos y conscientes para despertar este recurso e integrarlo a sus vidas.

Por supuesto que hay quien aún contando con “la receta” para tener una actitud resiliente no logra serlo porque desafortunadamente su Yo (**) puede ser débil y su estructura de personalidad le obstaculice tomar los elementos que pudieran ayudarle a despertar e integrar este recurso.

Me parece que un punto de partida sumamente importante para quien considera que no ha nacido resiliente es definitivamente iniciar un proceso psicoterapéutico.

Un proceso de terapia al que se suman otros factores como son la posibilidad de establecer relaciones de afecto y apoyo tanto dentro como fuera del sistema familiar, relaciones que brinden confianza, amor y que devuelvan seguridad.

También ayuda hacer planes realistas y tratar de llevarlos a cabo, así como tener una imagen positiva de nosotras y nosotros, ser aptas para solucionar problemas y contar con habilidad para la comunicación.

Es cierto que no podemos evitar que sucedan situaciones que nos provocan mucha tensión, sin embargo, sí podemos cambiar la forma en que las interpretamos y reaccionamos ante ellas.

Es importante aceptar que los cambios son parte intrínseca de la vida y que no podemos detenerlos ni controlarlos. Negar los problemas evita que respondamos de manera resiliente, por lo que es mejor tratar de actuar de forma decisiva porque negando la situación no la vamos a desaparecer.

Es conveniente buscar alternativas para descubrirnos y conocernos, lo que permitirá que ante la situación adversa aprendamos algo que desconocíamos de nosotras y nosotros, experimentando una sensación de fortalecimiento y crecimiento.

Tratar de ver las cosas en su justa medida también ayuda a que las personas puedan manejar la situación a pesar de lo dolorosa que pueda ser. Mantener una actitud optimista puede ayudar a fortalecer la esperanza de que las cosas puedan cambiar o a mejorar.

Prestar atención a nuestras necesidades, así como cuidar de nosotras y nosotros ayuda a mantener la mente y el cuerpo listos para enfrentarnos a situaciones que requieren actuar desde la resiliencia.

Existen otras formas para fortalecer esta capacidad que podrían ser de ayuda, como por ejemplo: escribir sobre los sentimientos más profundos relacionados con la experiencia traumática o adversa. O practicar meditación u otras disciplinas que ayuden a establecer relaciones y restaurar la esperanza.

Lo cierto es que cada una de las anteriores sugerencias para construir un recurso lo más cercano a la resiliencia tendrán efecto siempre y cuando la persona que las ponga en práctica cuente con una personalidad lo suficientemente fuerte para integrarlas a su vida.

Quizás considerar a la resiliencia como un proceso de construcción nos permita imaginarla, como dice Stefan Vanistendael (***), como una “casita” compuesta por varios pisos, donde los cimientos son las necesidades primarias como la comida y los cuidados a la salud.

El subsuelo estará constituido por los vínculos de afecto, las redes de contactos, formales e informales.

Se trata a menudo de un vínculo fuerte con al menos una persona, que pueda ser un pariente, una abuela o abuelo, una vecina o vecino, una maestra o maestro.

Es una persona que cree verdaderamente en el potencial real de la niña o el niño y que la o lo acepta fundamentalmente como persona, es a lo que la psicoterapeuta Alice Miller (****) ha llamado el o la “testigo cómplice” o “testigo ilustrado”.

En la planta baja de esta “casita”, a la que llamo “hogar emocional”, se encuentra la capacidad de darle sentido a la vida, lo que puede estar relacionado con alguna práctica espiritual, un compromiso político o humanitario.

En el primer piso se encuentran varias habitaciones, como la de la autoestima; las aptitudes personales y sociales y por supuesto el sentido del humor.

El sótano es una gran habitación abierta para las nuevas experiencias a descubrir, es decir, una capacidad de creer que la vida no se detiene en el sufrimiento o en el traumatismo y que aún puede darnos sorpresas…

La resiliencia no se construye sola, sino gracias a los fuertes vínculos de afecto que se han tejido a lo largo de toda la vida.

Para Boris Cyrulnik, estudioso del concepto, se trata de “tricotar” la resiliencia, es decir que ésta se aprende en un proceso que requiere tiempo y esfuerzo, que además compromete a las personas a tomar una serie de decisiones.

Mi intención al abordar este tema es aportar un “granito de arena” para mujeres y hombres que no se consideran resilientes, y encuentren el camino que les lleve a despertar y desarrollar este recurso.

Espero que la información aquí compartida les sea de ayuda y empiecen a enfocarse en utilizar alguna estrategia personal que refuerce su capacidad resiliente. ¡Les deseo éxito!

*Psicoterapeuta humanista existencial, especialista en Estudios de Género, y directora del Centro de Salud Mental y Género.

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