Exterminar la diferencia

17 de Abril de 2015
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En México hay políticas públicas que enmascaran detrás de sí una visión infantil-feminizada de las personas pobres, morenas, indígenas, a las que se asocia a problemas ligados a percepciones estereotipadas acerca de estas identidades.

Por un lado se las imagina carentes de iniciativa, flojas, sucias, sin capacidad de diálogo y pasivas, objetos desprovistos de condición humana, a las que hay que conducir y mostrar hacia dónde y por dónde construir una vida mejor si es que se las integra.

Pero eso no es todo, detrás del tronco del árbol que las ramas nos ocultan está –y es lo más importante– una evidente política de exterminio hacia esa diferencia. No buscan cambiarlos, sino eliminarlos.

Históricamente el exterminio de los pueblos se ha centrado en las personas más vulnerables, en quienes se advierte una fragilidad ligada a ser arrancados de su entorno –como las afrodescendientes en la colonia– o como los pueblos originales de América que fueron disminuidos casi hasta su eliminación (genocidio aún sin reconocer), en el que aún se discute si se les consideraba humanos o no. Eso no quedó en el pasado, es presente y está sucediendo.

Tenemos y aplaudimos políticas públicas dirigidas a segregar perímetros de “violencia” en los que hay “ciertas personas” que son además de morenas, pobres y violentas, jóvenes a quienes se les identifica a movimientos de resistencia ya sea por conciencia o por sobrevivencia. “Encerrar en ciertos polígonos” a los pobres y violentos, aislarlos del centro.

Estos conceptos complejos, no son, sin embargo, el tema nodal, sino la constante que identificamos y que es grave por su carácter cada vez más generalizado, globalizado.

Es decir, advertimos –como hace unos meses escribimos– una política de exterminio que se mueve en todas direcciones y con múltiples brazos-ramas que desde distintos enfoques conduce al mismo lugar, al mismo tronco que consciente o no, inmanente en la (anti)civilización, está presente.

Me refiero al exterminio de la diferencia. A no ser capaces de acabar por entender y aceptar al otro. A la otra persona, aceptarla y entenderla. A mirar la diferencia, a mirarnos a nosotras y nosotros mismos y a comprender a ese lejano punto de la humanidad de existir y coexistir reconociendo en la otra y el otro las mismas posibilidades, los mismos temores y derechos.

En la cosmogonía maya se entiende como el “in la kech”, “yo soy tú, y tú eres yo”. Y así hay en muchos pueblos palabras o nociones que nos hablan de ello.

En el Estado mexicano, como en otros países, en la mayoría de los europeos, en Estados Unidos, en el resto de los países denominados latinoamericanos, en la Europa del Este, en África, en Medio Oriente y en cualquier parte del mundo, es cada vez más latente el exterminio del otro, otro al que se le niega la condición humana, el alma, al que se le desconoce la capacidad de hablar. Y si lo hace su palabra no es palabra, no puede haberla o no tiene valor.

Es el mismo discurso de las instituciones, es el mismo argumento de quien descalifica a su opositor y lo denomina “malo” por estar del otro lado, es el mismo que desde la fe dogmática pretende imponer su visión del mundo.

Es el mismo discurso de quien empuña un arma y dispara a la cabeza de jóvenes-afrodescendientes-estudiantes-cristianos, para imponer desde el terror una creencia.

Cuando dicen “las religiones causan masacres”, pienso que no son las religiones, ni es Dios, ni Alá, ni las interpretaciones humanas que de esas deidades se tienen. Los dioses son hechos, a fin de cuentas, a la medida de las personas-sujetos que los “tienen”.

No es casual que en el mundo en medio de esas guerras discursivas, en la que los actos y los movimientos sociales son a la vez discursos complejamente elaborados y aún más difícilmente estudiados en su magnitud y comprendidos como tales, sean quienes resisten, los indígenas, los afrodescendientes, las mujeres, las y los jóvenes, las minorías, los pueblos migrantes, las personas que se reconocen como vulnerables por circunstancias histórico-geográficas, a las que son víctimas de la violencia, a los de abajo, a quienes se esté exterminando en una política genocida global.

Cada vez me hacen pensar en las ciudades donde la eugenesia alcanza su más alta expresión al descartar también a las personas adultas mayores, a las enfermas, a las débiles, a las mujeres cuestionadoras que habitan la “periferia”, a las transgresoras, a las rebeldes que creen que pueden ser iguales en un mundo patriarcalizado, y en el paquete entran también quienes se salen del dualismo heteropatriarcal.

Aunque complejo y extraño, hay un exterminio global troncal con múltiples brazos y ramificaciones en las políticas institucionales de los Estados nacionales, en las religiones, en las ideologías, e incluso en los “conocimientos” en los que el otro diferente debe ser eliminado.

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