Cuba: Siempre Martí

09 de Septiembre de 2013
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La Habana, septiembre (SEMlac).- Las había de suave seda, que acariciaban las manos. Otras eran de tela áspera. En todas brillaban los tres colores, más que en la fuerza del tinte, en el valor de su significado. El azul de nuestro cielo, el rojo de la sangre vertida, el blanco de la pureza de las ideas.

La leyenda sobre la bandera cubana era contada a los niños desde los primeros grados. El viernes por la tarde se celebraba en las escuelas el acto cívico. Parados muy firmes, se cantaba el himno, se escuchaban en silencio las palabras de la dirección.

Casi siempre eran las niñas las que recitaban: "gallarda, hermosa, triunfal...", en la voz de una pequeñita. Las mayores preferían declamar: "al volver de distantes riberas..." Después, lo esperado. Un maestro con la solemnidad requerida nombraba a los alumnos que bajarían la bandera, la doblarían y guardarían. Escogidos por su aplicación y buena conducta, los honraba el mejor premio, el beso de la patria. Los familiares observaban. Por regla general, las madres y abuelas.

Cercano el 28 de enero, algunos colegios organizaban una visita a la casa donde nació el niño José. Iban los alumnos destacados con el dulce sabor del premio moral. Silenciosos, observaban con emoción. En el pequeño cuarto de los altos, había nacido él.

Para el día del natalicio se preparaba la fiesta mayor. La parada en el Parque Central. Las escuelas desfilaban y colocaban flores frente a la estatua del Apóstol. Era obligatorio desfilar con los uniformes de gala. Esos, comprados en determinadas tiendas que los confeccionaban de acuerdo con los modelos de cada centro estudiantil.

Aquí si no valía la dedicación al estudio ni el cumplimiento al régimen del aula, ni el respeto mostrado ante la bandera, ni la belleza de las composiciones dedicadas a la fecha. Las escuelas privadas presumían de la elegancia de sus uniformes de gala, diferentes de los de a diario, comprados también en la obligatoria tienda, aunque la abuelita pudiera reproducirlo en la casa.

Gran tristeza daba el no estar allí bajo el brazo extendido de Martí porque al padre no le alcanzó el dinero para el dichoso vestuario de gala. Aquellos niños con buenas notas, pero sin derecho a la marcha, sentían un escozor por dentro que todavía no sabían definir como el primer golpe consciente de la injusticia.

Aquel adolescente José, tobillo ensangrentado por los grilletes, no llevaba uniforme de gala cuando, junto a los otros penados, caminaba hasta las canteras de San Lázaro. Este pensamiento cruzó por la mente de un joven maestro llamado Horacio, de un colegio de la calle Trocadero. Entonces, ese día 28 se llevó a sus muchachos, con el uniforme de a diario, a la Fragua Martiana, porque con los pobres de la tierra quiso él su suerte echar.

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